Todo fluye, que decía el viejo Heráclito. Todo cambia y de modo imparable. No siempre para bien. Por lo que hace a los libros, recordar tan sólo la biblioteca de Alejandría y sus sucesivos incendios. Por lo que hace a la cultura, los derrumbes en la alta Edad Media o, si nos atrevemos, los respectivos de la cultura minoica en la Creta del segundo milenio antes de Cristo.
Ahora el cambio está circunscrito, por ahora escribo, a las industrias tecnológicas (todo lo que gira alrededor de lo digital; en último término los ingenieros informáticos, sin que ello signifique ningún detrimento por su labor) y las industrias del papel (las editoriales y sus hermanas menores, por lo que se refiere a su prestigio público, las imprentas). Esta lucha nos puede recordar otra lucha insonora, pero no incruenta, si lo miramos desde el punto de vista económico, entre las carpinterías —la industria artesana dedicada a la fabricación en madera, por ejemplo, de ventanas y puertas de todo tipo— que en la década de los 50 y 60 aún estaban salpicando los distintos barrios de las ciudades, y las nuevas industrias metálicas que han conseguido hacer desaparecer carpinteros y serrerías. Todo eso pasó. Y casi sin darnos cuenta.
Un nuevo cambio está en el trasluz del presente, con la llegada del libro electrónico. Hay toda una serie de actividades, oficios, empleos y artes que están en el umbral de la desaparición. Qué pasará con los encuadernadores, aquellos prestigiosos artesanos que nos reconstruían los libros de los abuelos que habían quedado maltrechos por el uso. Ahora casi ya no hay, pero con ellos pueden desaparecer las tiendas físicas de los libros —las librerías—, así como los mercadillos de ocasión en ferias y festivos. Y también las imprentas. Y las…
Esta nueva batalla de los libros está enfrentando grandes grupos editoriales y grandes grupos tecnológicos (como Apple, por ilustrar). Si además ampliamos el reflector, veremos que también se querrán llevar tajada las empresas de telecomunicaciones (el abundante uso de las redes 3G y 4G es un caramelo que les ayudará a decantarse por el “progreso”). Ahí el lector puede empezar a elucubrar que quien firma es un recalcitrante antiprogreso, cuando lo que sólo pretende es poner encima de la mesa lo que observa (y hacer lo que le convenga, como deberá de hacer el propio lector).
En el mercado está la clave. La industria tecnológica está disparada constantemente a crear nuevos dispositivos que sean racionales, es decir que tengan una posibilidad razonable de salida —por ello procura hacerlos adecuados, fáciles de manejar y a un precio competitivo (según el nicho al que vayan orientados). Y su propia lógica interna, como la que necesita el funámbulo encima de la cuerda tendida en medio del vacío, le exige continuar adelante sin stop alguno. Por ello, el empuje de los libros digitales, mientras no surja ningún dispositivo más interesante económicamente, está en el alero de su creación mercantil.
En frente están los demás que hasta ahora se habían dedicado, con amor y bolsillo, a la industria, creída perenne, del libro de papel. Muchos aún están por la misma labor, sin darse cuenta de que el cuerno de la abundancia (cuando aparecía, que no siempre ha sido así), está desplazándose. La historia –si recordamos a los carpinteros y a los industriales del aluminio— es la historia del trasvase de oficios y negocios. Ya no hay aguadores, como tampoco hay fabricantes de arreos para caballo (de acuerdo, siempre encontraremos alguno en Google que nos venderá colleras, visos, barrigueras o cinchas, pero ya nos entendemos). Carros y carruajes con sus caballos se fueron al cielo del recuerdo y fueron sustituidos por otros oficios y artes cuyas obras ahora ocupan calles y autopistas. Esto es la historia. Y esto es historia. Ahora la que nos corresponde.
Si en estos cambios históricos, que evitamos adjetivar para no pontificar demasiado, lo físico había sido sustituido por lo físico, nos encontramos ahora con un cambio en el cambio. Lo físico (el libro de papel) vendrá a ser sustituido por lo no físico (lo digital, los bytes —lo que no existe en el sentido de que no se palpa). Y lo digital es transparente y frágil, no sé si por definición.
La batalla actual nos retrotrae a La batalla de los libros que en el año 1704 publicó Jonathan Swift. La discusión en esta obra versaba sobre si la cualidad de las obras de la Antigüedad iba por delante de las modernas. Hoy la batalla actual es una batalla entre industrias que saben mucho, y que se da ante gobiernos que saben poco. Si en los anteriores cambios lo físico nuevo venía a sustituir y mejorar (en parte o en mucho) lo antiguo, en el cambio que se avecina en el presente lo nuevo quiere sustituir lo antiguo, pero no necesariamente en todo puede mejorar. Y uno de los puntos negativos que se me alcanza es el de la perdurabilidad del nuevo sistema. Los bytes son frágiles, extremadamente frágiles. Los soportes son perecederos. Los formatos son temporales. La cultura —que se traspasa desde hace milenios a través de la escritura— no puede quedar encerrada, circunscrita, en la celda de un grupo de bytes. Ahí hay algo que debe preocupar y que merecería adecuada atención.
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