jueves, 29 de marzo de 2012

¡Oh! ¡Que bien! ¡Voy a hacer la revolución!

Esta exclamación es de Marian, mi amiga/follower del Twitter que se ha apuntado, anónimamente, a hacer la revolución, ya que ésta es una pasada. ¡Que grande hacer la revolución! Que bien sienta ser revolucionario (aunque recordando a Voltaire, después de hacerla, el burgués marcha hacia su casa para cenar y descansar, después de tan atareado día). ¡Que bien llevar el bien al mundo! Hacerle ver lo erróneo que era su comportamiento. ¡Que bien iluminar a una humanidad ciega y tonta que no se había dado cuenta que era posible el cambio!

¿Cambio? Sí, ¡el cambio!
Pero, ¡vete a saber qué tipo de cambio!

Revoluciones han habido pero pocas y dudosas muchas de ellas. Sí que han revolucionado bolsillos —aprovechando que estaba a mano usurpar bienes que estaban en manos de otros—, sí que han revolucionado sitios de poder, provocando cambios en el usufructo de las riendas de la sociedad. Pero, cambio, cambio, es decir, con sorprendente cambio radical y rápido en las masas, en la humanidad ciega y tonta que no ve en lontananza las luces del alba que están (siempre) por aparecer, este cambio no se ha producido nunca. En caso contrario, se nos echaría siempre a la cara nuestra estupidez por no querer ver algo tan aparentemente manifiesto como un resplandor revolucionario realmente existente (o existido). Pero tal resplandor, no ha existido —en todo caso las crónicas históricas no han sido generosas con nosotros para retrotraérnoslas en sus escritos.

Pero afirmemos, paradójicamente, que sí que han existido revoluciones —y nuestro presente es, por el momento, revolucionario. Lo digital sí que es una revolución que está cambiando el mundo (aunque muy lentamente, por la pereza de muchos —desde empresarios analógicos, a estudiantes digitales que se quedan a nivel de simples consumidores facebookianos, por no hablar de, por ejemplo, cuarentones remilgados o reacios a subir al tren de las TIC—) y sin embargo, repitámoslo hasta la afonía, no se es plenamente consciente de este ruido de campanas que tocan a rebato; a rebato por la muerte de un mundo anclado en lo analógico.

Las revoluciones realmente existentes, las auténticas revoluciones que han existido en la historia han sido revoluciones no políticas, sino técnicas o tecnológicas. Desde la aparición de la rueda —que aún está aportando sobradas ventajas— hasta el ordenador, pasando por la electricidad, y dejamos de lado la lista completa de nuestra compra tech (nevera, lavadora, por citar minirevoluciones que han permitido la liberación de muchas tareas domésticas).

Marx, sí Karl Marx, del que se dicen seguidores muchos de los revolucionarios de café, ya apuntó en su día, y en una de sus más brillantes obras de síntesis, el famoso Prefacio, que el cambio en la sociedad sólo —atención, ¡sólo!— sólo se podía dar como consecuencia del cambio que hubiese a nivel de la tecnología (las 'fuerzas productoras' o 'bases materiales', en su argot). Sin este cambio —Marx había examinado qué había pasado en la historia anterior—, sin el cambio en la infraestructura, difícilmente se podía dar un cambio en la vida social. Y el ejemplo manido que podemos traer a mano es la citada nevera, la lavadora y, añadamos, el lavavajillas. Estos tres enseres domésticos han permitido que la mujer salga de casa y acceda al mundo laboral ejerciendo como persona una actuación equiparable a la del hombre. Ha sido este cambio tecnológico el que ha posibilitado que la compra no tenga que ser diaria (¡gracias, inventor de la nevera!), ni que la ropa haya que lavarla a mano (gracias al ingenioso inventor de la lavadora), etc.

¡Ah!, pero nuestros revolucionarios sólo han leído que la revolución abre grandes perspectivas para un mundo mejor y más justo. Que la revolución (sin saber cómo se concreta esta palabra, ni cómo se traducirá en hechos concretos y que está prohibido simplificar —si no queremos caer en un pensamiento infantil) será el proceso que por fin terminará con las penurias del presente y se obtendrá un cielo de innombrables ventajas.

¡Ay! ¡Que simplistas nuestros revolucionarios de boquilla! Cuanta ingenuidad y cuanta sencillez mental! Que penuria intelectual, oculta por la obcecación de un supuesto gran cambio político que sólo llevará a cambiar los perros de la clásica frase de los collares.

Revolución tech. He ahí la clave del cambio real. Lo demás, fraseología, añoranza de fantasías inexistentes e imposibles —la historia es buena tabla empírica para refutar tesis imaginarias e irreales—. Pero la revolución tech requiere esfuerzo. Intelecto. Más esfuerzo. Más intelecto. Ensayos y horas de estudio. Y para eso, ¡no sé si habrá suficientes revolucionarios en este país para que se lleve adelante! ¡Ay!