lunes, 21 de diciembre de 2015

El talento como recurso clave en el mundo digital

La historia puede interpretarse como una carrera en bicicleta. Si se deja de pedalear, el país se cae y queda en la cuneta. Desaparece de la historia. Aparece el hambre. Hay miseria. El bienestar de la etapa anterior desaparece. Si, por el contrario, se mejoran los elementos de la bicicleta, ésta mejora en su empuje, prospera la situación propia, progresa el momento histórico y aumenta el bienestar. ¿Cuáles fueron los elementos que utilizaron algunos países para estar bien situados en el orbe histórico y económico? Tomemos a Holanda como ejemplo y situémonos en el siglo XVII. Los holandeses fueron los que lejos de su país fundaron la Nueva Ámsterdam en 1625 —localidad que hoy recibe el nombre de Nueva York— y, en las Indias Orientales, pasaron a ser los "reyes" de una serie de islas de un país que desde el año 1949 pasó, al independizarse, a denominarse Indonesia.

¿Qué fue lo que hizo a los holandeses ser los más avanzados en su época —espejo de los ingleses que más tarde pudieron superarlos? Ni más ni menos que el dominio de técnicas y recursos. ¿Técnicas? Unos barcos bien hechos, veloces, fáciles de maniobrar que surcaban los mares sin temor. Unas ideas emprendedoras que aceptaban nuevos retos. No tenían miedo a lo nuevo. Un espíritu filosófico que supo sintetizar Hugo Grocio (1583-1645) con su famoso escrito a favor del libre comercio y contra el proteccionismo comercial (una miopía histórica, comprensible entonces ya que esto de la economía era una 'ciencia' todavía en pañales). Y el acceso a unos recursos como maderas, hierros, etc.; a técnicas para trabajar en las fábricas y, sobre todo, a un espíritu comercial, sin punto de comparación.

Y no fue sólo suerte que dominaran el comercio en el Báltico y accedieran a la buena madera de Suecia —material fundamental para los barcos. Que dominaran los telares y supieran hacer buenos tejidos para el velamen con el que arriar las naves empujadas por la fuerza energética del viento —no existía todavía el vapor para mover máquinas. Y a una agricultura que se supo utilizar bien para intercambiar productos y generar un tráfico mercantil sin semejanza. Se podría decir que, con su empeño, el mundo de la época estuvo durante unas décadas en sus manos. Desde el sur de Asia —desde las ciudades ricas en especies— hasta la parte del norte de Europa, pasando también por las Indias americanas, todo estaba a su alcance comercial. Y la República de Holanda era una región relativamente pequeña si miramos el mapa y comparamos.

¿Y hoy? Hoy existe la suerte —o tal vez la mala suerte— de que el recurso fundamental que está en juego no es ni el hierro, ni la madera, ni el tejido, ni los cereales. Hoy el recurso clave es el talento, la inteligencia. Una buena inteligencia, unas buenas habilidades intelectuales, bien orientadas para la gran carrera digital que está convocada, es fundamental para empujar la bicicleta de la historia. Ahora no existe la posibilidad de excusas. No se puede decir que no tenemos hierro, ni maderas, ni unos cereales magníficos, o unas viñas espléndidas y, detrás de esta excusa, esconder la nulidad de la acción. Hoy por hoy —dentro del mundo que nos está imperativamente absorbiendo, que es el de la digitalización— la principal riqueza a vender, a comercializar, es el talento, la sabiduría, la alta cultura digital, al objeto de poder dominar, profundizar y aplicarlo, en su caso, a todas las futuras máquinas que están en la inmediata esquina de la historia, máquinas, máquinas inteligentes, que van a transmutar completamente el sistema de trabajo que ha habido hasta ahora.

Se necesita mucha y mucha gente preparada con altos conocimientos científico-técnicos para implementar estas máquinas, para hacerlas aún más avanzadas, para inventar otras completamente imprevistas. Y esto sólo se puede lograr con un gran atrevimiento colectivo que dé la vuelta el poco interés en el estudio profundo, en el esfuerzo intelectual, en el cambio de los modelos —de ídolos— que ilusionan a la juventud. Y ello sólo es factible a nivel global, si se cambia la valoración sobre la alta cultura —aquella que genera dispositivos electrónicos sorprendentes, unas máquinas y unas herramientas muy avanzadas, unos cambios tecnológicos nunca vistos —; si se hace ver que detrás de estos sorprendentes ingenios hay modelos sociales mucho más importantes que aquel que el espectador televisivo de turno valora cuando ve a un jugador de su equipo hacer un gol a su eterno equipo rival.