Hubo un tiempo en que el orgullo humano se desbordo y expulso de su territorio a los bibliotecarios. Las polillas se cernieron sobre los libros y los ratones se hicieron cargo de sus páginas. Las bibliotecas fueron transformadas en salones de maquinas, todas conectadas a grandes velocidades a la red. Los bibliotecarios fueron expulsados de este territorio pero para suavizar el golpe, se ordeno que fuesen acompañados por los impresores y los libreros, que llegados a las zonas desérticas fueron extinguiéndose sin dejar rastro.
Fue una época feliz. De cuento maravilloso. Pero todo tiene su fin porque los dioses siempre castigan el orgullo. Las máquinas empezaron a estropearse, los discos duros, donde habían quedado recluidos los libros dejaron de responder adecuadamente. Muchos clústers, cuando aun rodaban los discos, estaban vacíos habiéndose escurrido por estos agujeros digitales páginas y paginas del Quijote, de Hamlet, de Raskolnikov y de Gregorio Samsa, entre otros muchos.
También habían desaparecido textos y textos de Heisenberg, de Newton, de Pitágoras, de Kant y de Francis Bacon. Ya no se hallaban documentos sobre técnicas arquitectónicas, ni sobre tensiones de cables para puentes levadizos. Se habían transparentado los ficheros correspondientes a los motores, tampoco se encontraban ebooks de álgebra y los documentos sobre las reacciones químicas también habían sido atacados por la invisibilidad.
Los males nunca vienen solos. Los hackers habían desarrollado técnicas para agotar baterías, las cuales tenían una vida media que no superaba los sesenta minutos. Las conexiones a la red eran casi imposibles por los filtros y corazas protectoras que impedían las más de las veces llegar al destino deseado. También podía ocurrir que el malvado digital de turno te tomase como chivo expiatorio y te torpedease con distintos tipos de descargas tensionales provocando la muerte súbita del procesador.
Todo ello a menudo venía acompañado por la desaparición de carpetas, como aquella donde reposaban las trescientas fotografías digitales de aquel feliz verano por Venecia y Praga. Sí que habías pasado algunas de las imágenes a un documento PDF y te habías concedido el lujo de imprimir las quince páginas con aquella impresora de color. Pero de eso ya hacía más de veinte años y las hojas de papel, amarillentas ahora, habían perdido la tonalidad, y las imágenes de las mismas se habían convertido en sombras de lo que debían de reflejar.
Era el principio del fin, pocos se daban cuenta de lo alto a lo que se había llegado y de lo fuerte que podía resultar la caída. La fragilidad digital no había sido nunca tema de estudio y ahora los temblores, cual Creta digital con soberbios palacios digitales de los nuevos Minos, empezaban a dejar de ser excepcionales. El regreso -perfecto antónimo para progreso- podía ser muy duro.
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